“Yo soy mi propio abuelo viendo a mi
infancia jugar”
Félix Francisco Casanova
Para Alejandro Hernández Romieu
A las seis de la mañana Rodolfo y Pedro esperaban en medio
de la autopista con el dedo alzado y el cabello bailoteando por el viento
embrutecido de una madrugada lluviosa. Pedían aventón. Era la hora en que los
pueblos de los alrededores de Edimburgo apenas lanzan su primer bostezo. Lo
anunciaban sobre un trozo de cartón, en el que escribieron cuidadosamente going
to Glasgow, give us a lift please. Poco llevaba la luz resplandeciendo. El
campo comenzaba a brillar verde, mojado.
Pedro se derrumbó sobre el suelo y se quitó una lagaña. Cada
automóvil provocaba una fina capa que los acariciaba. Pensaron en la intensidad
de la última semana, en que el viaje estaba por concluir, en lo distinto que
era aquel clima comparado al de Cuernavaca. Pensaron en un enorme castillo, en
el día de ayer, en un argentino que conocieron en el hostal y se les unió por
el resto de la noche.
Un Citroën gris se detuvo. Brincaron para acomodarse las
pesadas mochilas. Se asomó un pelirrojo de aspecto sumamente peculiar, con una
apariencia que atrajo su atención desde el primer segundo: de cabello
larguísimo, con piel blanca y unos lentes sin armazón que parecían volar sobre
su nariz, con un anillo negro que sobresalía entre sus dedos, un hombre de una
edad indescifrable. Se llamaba Gunnar. Les extendió la mano desde la ventana.
Descendió del auto. Lucieron sus gigantescas botas y su gran altura. Abrieron
la cajuela y apachurraron las pesadas mochilas. Pfff…respiraron por fin
relajados. Del lado izquierdo del asiento trasero una podadora, o algo que
parecía también aspiradora, ocupaba la mitad del espacio junto a una mochila
redonda y chica. Pedro se arrinconó junto a la ventana contraria sin prestar mucha atención al largo y raro
objeto. El sujeto pisó el acelerador hasta el fondo. Rrrrrrrrnnnnnn.
Gunnar se entretuvo silencioso.
Resaltaba en la penumbra su pálido perfil y sus ojos
profundamente azules. No evocó las trivialidades de siempre: ¡Oh, México! No
habló tampoco del clima, ni dijo: ¡ustedes dos no parecen mexicanos!, ni mucho
menos se refirió a las percepciones generalizadas del país. Nada de eso. Mas
bien se mantuvo con la boca sin decir ni pio. Algo había en Gunnar que excedía
la anomalía. Una inspiración en sus silencios, un rareza hecha de ojos, cuello
y manos; agresiva y atractiva al mismo tiempo. Rodolfo, quien iba en el asiento
de copiloto, alargó su mano por la ventana para sentir la velocidad. Minúsculas
gotas cayeron en su palma, frías y frescas, ahogadas de viento. Gunnar recorrió
con sus ojos el campo escocés, ¿le le les parece adecuado si pongo un poco de música?,
dijo tartamudeando, abriendo la guantera para sacar un disco que reprodujo en
su estéreo, parecía una de esa frases de teatro que no suceden en realidad. Du
Du Du Dunyen, se llaman. Es una banda sueca que escuchaba mucho mi
hermano, dijo. Quizás no era de aquellos rumbos. Quizás su hogar estaba también
lejos. Quizás todo eso que veían desde el Citroën era un mundo completamente
incierto también para Gunnar. Les extendió la caja rosa del disco: un collage
circular con varios sujetos de cabello largo y un barco en la parte inferior.
Dungen, Stadsvandringar…escribió Rodolfo en sus notas. Demasiadas
recomendaciones en una semana: bares inimaginables, bandas, nombres de
escritores, películas imposibles de encontrar, una isla desconocida, teléfonos
de gente que nunca volverían a ver.
Las gotas cayeron violentamente en el parabrisas,
deslizándose por el vidrio hasta desaparecer. Sentían placidez a pesar de las
pocas palabras dentro del automóvil. Padecían algo puro, sincero. Una de esas
situaciones extrañas que la vida otorga dos o tres veces por año a los seres
humanos comunes y corrientes. La luz por fin estaba extendida a lo largo del
colosal horizonte. Aquella música resultaba alegre, con muchos arreglos entre
cada riff, coros en un idioma inentendible que la hacían aun más
misteriosa. Pedro examinó el curioso aparato al querer mirar por la otra
ventana. Lo examinó de pies a cabeza sin mucho interés. Una luz tímida se
vislumbró detrás de una nube cargada de agua. La pista con su sentido inverso y
sus pequeñas casas inesperadas. El terreno liso y de vez en cuando una colina
contrarrestando la monotonía del llano. Estaban a la mitad de su destino. Una
llovizna lenta e ingrávida bajaba en vertical.
De pronto, Gunnar orilló bruscamente el coche sobre el
acotamiento de la carretera, y sin avisar, sin decir absolutamente nada, tomó
“la podadora” y la mochila del asiento trasero. Los dos mexicanos se alarmaron,
tragaron saliva, se aferraron con los dedos a sus rodillas. Gunnar saltó una
valla como hipnotizado y avanzó decidido en línea recta, a través de ese campo
verde, húmedo. El coche quedó apagado con las llaves pegadas. Atemorizados,
Rodolfo y Pedro salieron del auto y se miraron con complicidad. Ya valimos
verga, cabrón, dijo Rodolfo con una risita asustada, con esa típica risita
mexicana. ¿Qué pedo con el Raiman ese? Está bien pinche bizarro,
respondió el otro, revisando la hora, notando que no tenían señal para pedir
auxilio en caso emergencia.
Les sorprendió que el extraordinario pelirrojo caminara tan
ligero. Como si ellos no estuvieran, como seducido por un poder sobrenatural.
Se revelaba en sus pasos una sangre fría e imperturbable. A lo lejos veían al
pálido Gunnar recorriendo el inmenso campo con unos audífonos en las orejas.
Conforme más se adentraba más pequeña se hacia su figura, ¡de lejos era tan
diminuto! Un singular estremecimiento les recorrió la piel. Cargaba “la
aspiradora” levantándola por encima del pastizal. Mortificados por la
situación, se recargaron sobre el cofre con ímpetu de filósofos que mastican
reflexiones. Una ráfaga de aire frío sacudió la bufanda de Rodolfo. Una parvada
de pájaros volaba por encima de un raquítico árbol. No es una podadora imbécil,
es un detector de metales, afirmó Pedro con la impresión de revelar el enigma
del siglo. Se rieron y uno lanzó su colilla apuntando a un charco que reflejaba
un pedazo de cielo. La duda seguía oprimiendo sus gargantas. Gunnar deambulaba,
de un lado a otro, con movimiento pendular. Combatieron su impaciencia fumando
y fumando. Rodolfo iniciaba una queja berrinchuda sobre el rato que
transcurría. Empezaron a pensar en salir corriendo, en sacar sus mochilas de la
cajuela, en buscar ayuda en algún otro vehículo que recorría la autopista, pero
no estaban del todo seguros.
Diez, veinte, media hora, treinta y cinco minutos.
El pálido Gunnar regresó con un semblante inocente y volvió
a colocar su “podadora” en el asiento de atrás. Se recargó pensativo junto a
ellos. Esa seguridad, esa sangre fría que los consternaba. Lograron ver con
detalle el extraño aparato que antes llamaban torpemente “la podadora”: en
efecto, era un moderno detector de metales. No sabían qué hacer, qué decir.
Sentían con inquietud la presencia del desconocido que se mantenía a su lado, con
aparente despreocupación. Rodolfo lo examinó frente a frente. Con un tono
enfadado lo señaló y una punzada de nervios despertó en su interior. Preguntó
de qué se trataba todo, de qué se trataba eso de dejarlos ahí como si nada. Lo
cuestionó agresivo, desesperado, sus ojos apunto de estallar. Y el enorme
Gunnar hundió sus manos en el fondo de sus bolsillos. Parpadeo y se acomodó los
lentes con el dedo mayor.
Inducción de pulso, gradiómetro, resistividad, magnetómetro;
palabras que Gunnar usó para explicar detalladamente el funcionamiento de su
extraño detector de metales. Balas, vasos, monedas de la época romana, un casco
medieval, un trozo de espada, una pieza de ajedrez de hace más de cuatrocientos
años. Sus logros estaban publicados en una página de internet, en un blog en el que
de vez en cuando Gunnar subía videos grabados por él mismo, caminando por los
campos abiertos de Europa. Un blog que no visitaba nadie salvo las pocas
personas que le conocían. Gunnar caminando con su maquina, con una gopro
puesta en la cabeza, musicalizado por un black metal nórdico que lo hacia ver
tétrico y hermoso. Doble bombo, un paisaje espléndido en donde parecían cumplirse una
serie de esperanzas.
Mi abuelo viajaba mucho como ustedes, ¿za za saben?, dijo.
Fue la guerra lo lo lo que lo devastó. Sí, peleo en el norte de Francia. Be be
bebía y se iba por las autopistas. Mi familia es de Uppsala. Mi abuelo escocés, dijo volviendo
a acomodarse los lentes, con la mirada volando sobre el campo. Solo vivió aquí
hasta los veinte. Luego Estocolmo, luego Uppsala. El asunto de de de mi abuelo
me trajo hasta acá. Yo vivo en Edimburgo, sí. Estudio lingüística e historia.
Mi abuelo era profesor de historia. Fue bueno regresar al ingles, ¿za za saben?
Mi abuelo viajaba mucho como ustedes, sí. Con su mo mo mochila como ustedes.
Llegó una vez hasta Polonia sólo caminando. Hay un auto to to retrato de él
sobre esta carretera. Miren, sacó su teléfono de la bolsa de su chamarra
impermeable. Y esta otra es de de de su primer viaje por Suecia, do do donde
conoció a mi abuela. Estas otras fotos no importan, son de conciertos y una
amiga que que que ya no es mi amiga. Ah… miren: esto fue lo que que que
encontré el mes pasado, dijo deslizando su dedo sobre la pantalla. Contemplaron
una imagen donde se apreciaba un zapato desmoronado por el tiempo, con una
decena de monedas oxidadas en su interior. Gunnar les explico que probablemente
se trataba de un tesoro enterrado en el siglo XVII, que pudieron haberlo
ocultado como una practica de ahorro o por el temor de que su propietario
pudiera perderlo en épocas turbulentas. Les habló del Flodden Wall, de las
guerras con los ingleses. Sus labios apenas se abrían al hablar. Sus palabras
resbalaban en un terreno empedrado.
Que que creo haber encontrado en todo esto una belleza
única, dijo parpadeando, y es por la belleza por lo único que hay que luchar.
Esa es mi verdad, mi sentido de belleza. Las caminatas, la la la música. La
música por encima de todo, sí. Siento haber encontrado un truco, ¿za za saben?
Como en los videojuegos: arriba, A, X, Y, X. No necesito de todo eso que dicen
que que que debemos hacer, continuo nervioso. Es falso. Simplemente falso. El
truco desenmascaró todo lo demás. Esa es mi co co coherencia interna. La
belleza es la verdad en sí misma. Toda la gente si si si simula estar contenta
en aquel circo que no tiene nada de natural, terminó y se volvió a acomodar los
lentes parpadeando.
Sus palabras, poco a poco, causaban una impresión definitiva
Su mirada parecía la de un viejo atrapado en el cuerpo de un joven. Tal vez
Gunnar era su propio abuelo. Tal vez Gunnar era el último sobreviviente de una
época desconocida. Y al terminar, una última sonrisa le pendió como la cicatriz
de una madura sabiduría.
Sin darse cuenta, pasaron escuchándolo por más de media
hora.
Retomaron el camino abordo del Citroën gris. Bajaron las
ventanas. El aire canturreaba una nueva canción, una canción inaudita. Fue
entonces que sintieron un silencio definitivo. Rodolfo cerró los ojos para
abrirlos mejor después.